Hace falta un milagro
Él Siempre había planeado con Timo, su primo hermano, que el día en que tuvieran fuerza y edad suficientes harían una balsa de troncos y por ese riacho que, según decían corría hacia el océano, se alejarían en busca de aventuras y llegarían a la ciudad puerto.
Mucho antes de ese día que el Chinito, como le decían, no habría de olvidar, él y su primo se habían entretenido en corretear por el campo y cazar pajaritos hasta que la señorita Tita, la maestra, con su santa paciencia los convenció que no debían matarlos por mero entretenimiento, porque eran como los niños y los adultos, seres de la naturaleza y que al igual que los humanos también los pajaritos sufrían dolor, sed, hambre y tenían pichones que los esperaban en sus nidos igual que sus padres los tenían a ellos.
La escuela y el campo eran otros mundos, distintos del hogar y la granja donde debían ayudar al padre del Chinito en las tareas de cuidar los sembrados, regar, arrancar los yuyos, y en su momento cosechar. Debían alimentar las gallinas ya que la venta de los huevos era otro recurso para la manutención familiar, como también lo era la venta de leche que obtenían de las cuatro vacas que la mamá y el papá del Chinito ordeñaban cada día muy temprano. Pero la tarea que les gustaba más era llevar los caballos a beber al riacho y algunos días ir montados hasta el pueblo a cumplir algún encargo.
La vida de los dos niños el Chinito de once años y Timoteo de doce que aun pequeño fue adoptado por los tíos desde que su madre falleciera y el padre marchara a la ciudad, había sido una vida entretenida, transcurrida entre la casa y su entorno: la granja, el campo con sus miles de especies vegetales y animales y la escuela donde con ayuda de la señorita Tita sistematizaban y complementaban los saberes adquiridos en esa rica vida cotidiana de niños curiosos e inquietos.
Pero ese día, que el Chinito ya no habría de olvidar, la tragedia había dado un golpe terrible a la familia. Volviendo de un mandado en el pueblo, Timo montando en el alazán, casi potro, pero que mucho le gustaba andar en él por bellaco, había sufrido una caída con tan mala suerte que su cabeza fue a golpear contra una piedra. Ahora estaba en la sala de primeros auxilios del pueblo y su vida corría serio peligro, sólo un milagro había dicho el doctor, podría salvarlo. El Chinito escuchó en silencio la noticia que le transmitía su padre, no atinó a decir nada dio la vuelta y salió al campo, por entre los arbustos , hacia el riacho que corría al pie del valle y allí se detuvo. En la soledad de ese lugar recorrido tantas veces como espacio de juegos entre él y su primo, donde se metían a bañarse en el remanse durante las tardes de verano, donde habían puesto a navegar botecitos de papel que la maestra les había enseñado a construir por plegado. Allí, solo ahora en ese escenario de las correrías de ambos, el Chinito sintió que le corrían las lágrimas por sus mejillas pensando en Timo quien quizás ya no volvería a jugar con él allí, ni a ir a la Escuela, ni a construir juntos la balsa para navegar en busca de aventuras hasta llegar a ciudad puerto donde Timo, lo había dicho solo una vez, esperaba encontrar al padre.
El Chinito se culpó por no haberlo acompañado al pueblo ese día. Estaba atrasado en dibujar ese complicado mapa del territorio y la Señorita Tita le había dicho que si no lo presentaba ese viernes, con ríos, división política, cadenas montañosas, principales cumbres y capitales de provincias, tendría insuficiente en el boletín y eso era grave. Por eso no fue al pueblo con Timo. El habría ido montado en el zaino viejo que también servía para tirar del carro y por eso era más lento y entonces Timo lo habría esperado, habrían ido charlando, yendo al mismo paso y no lo habría volteado el alazán. Segurito volviendo, ya entregada la leche Timo habría cabalgado más que al galope en toda la furia, porque le gustaba correr y decía que de grande sería jinete.
Se sobresaltó cuando sintió el contacto de una mano que se apoyaba sobre su hombro. Su padre que lo había seguido hasta el riacho, era quien trataba de consolarlo, el Chinito se dio vuelta, se abrazaron y el llanto que ya no pudo contener superando eso de que los hombres no lloran que le habían dicho alguna vez los compañeritos de la escuela, lloró abrazado a su padre al que también las lagrimas le corrieron por las curtidas mejillas de campesino.
Porque Timo era un hijo más, qué duda había.
Cuando ya no tuvieron lágrimas, el padre le dijo vamos Chinito a casa, ataremos el zaino al sulky para ir hasta el pueblo y ver cómo sigue tu primo, Dios ha de querer que se mejore, tengamos fe. Y así lo hicieron. Entre ambos buscaron al zaino que pastaba en el potrero cercano a la casa, siempre pensando, silenciosos porque el Chinito siempre dicharachero y vivaz ahora ayudaba en silencio a colocarle al viejo zaino las anteojeras, la pechera, los arneses para luego hacerlo ubicarse entre las varas del sulky , enganchar los tiros y las riendas y en seguida subir los dos al carruaje y rumbear por el camino hacia el pueblo. No se miraban entre sí, pero si cualquiera de ambos lo hubiese hecho habría notado que los labios del otro se movían en una sutil repetición de la oración que los domingos rezaban en la iglesia cuando después de la comunión el padre Morán los invitaba a repetir juntos la oración que Cristo les había enseñado.
El cuento presentado hoy lo escribí como un ejercicio para el Taller Literario al que concurro en el Consejo de los Mayores. Los hechos y personajes que en el se incluyen son ficticios, Carlos O. Buganem