lunes, 20 de agosto de 2018

Otro cuento del libro "Arcoiris Patagónico"


                                                 El castigo 



-He venido a buscarlo.

En el tono del recién llegado, en el dedo que me señalaba, había algo que me llenó de estupor y sentí que mis piernas no eran mis piernas. Entonces, con la velocidad con que se mueve la mente, rebusqué en mi memoria para encontrar el motivo de  estar involucrado en la posible acusación que me haría el personaje,  que se me antojó una especie de justiciero siniestro.



Pero, por qué.



En la rueda vertiginosa con que pasaron mis recuerdos, mi memoria se detuvo en la noche de verano, cinco años atrás, cuando partí del pequeño pueblito de provincia,  adonde había recalado, merced a la ayuda de  un pariente influyente, para ocupar, en carácter de aprendiz, el puesto de asistente del juez de paz. El personaje que se presentaba de pronto  cuando casualmente... ¿Casualmente?... me encontraba solo en la casa  donde residía con mi mujer y mi pequeño hijo, tenía algo de extraño e irreal. Algo en él me resultaba muy inquietante; no era congruente con el  aspecto y la actitud de las personas comunes y corrientes.

Recordé perfectamente, en realidad me di cuenta que nunca había dejado de estar presente en el plano de mi subconsciencia, que en aquel pueblito yo había iniciado relación con una joven poco menor que yo, huérfana de padres y criada por su abuela. Tan excéntrica la anciana como bella era su nieta.

-Yo soy una reina del lejano oriente. Y mi nieta es una princesa del mismo origen. 

Decía la mujer y acaso para amedrentarme, me había espetado un par de veces:

-Quien pretenda desposar a mi princesa deberá ser un noble  de alcurnia y comportarse como tal.



A mí la abuela me parecía mucho más una bruja improvisada que una reina de oriente, de hecho siempre me burlé de ella a sus espaldas y haciendo como que le seguía el juego, con tal de ganarme los favores de Mizarina, la nieta. Yo la  llamaba Miza, cuando estábamos solos, porque la vez que lo intenté ante la anciana reina, casi me expulsó de su casa.

 La joven había convencido a su  abuela que éramos buenos amigos y que nuestra amistad era al solo efecto de que  le enseñase las tareas atinentes al puesto en el juzgado; así cuando yo me fuese trasladado a la ciudad Mizarina podría acceder al cargo que yo dejaría. Y claro está que un puesto así, en aquel pueblito que sólo ofrecía a las jóvenes oportunidades como sirvientas, era muy codiciado.

 El hecho fue que la amistad entre la princesita y yo,  matizada por mis enseñanzas, fueron  al principio tibias, con el pasar de las semanas cálidas y con el transcurrir de los meses fogosas. Conforme fue girando la antigua rueda del tiempo ocurrió lo que inevitablemente el destino había dispuesto, entre dos jóvenes que nos gustábamos.  

Vivíamos felices nuestro idilio  pero,  a esta altura,  reparé en que me había complicado la vida.  Primero porque en la ciudad de la cual provenía, yo estaba comprometido con una joven de excelente familia y de ningún modo podía aparecer de regreso con otra jovencita conseguida en  un pueblito ignoto de provincia para decirle que por mi cuenta había quebrado el compromiso.  De hacerlo  el padre de mi prometida, una especie de padrino siciliano, sencillamente me mataría. Y segundo porque a Mizerina se le había puesto en su hermosa cabecita que yo era el amor de su vida, y que ella  se iría conmigo a la ciudad.

Bastante preocupado, traté de convencerla de que su destino estaba junto a su abuela reina, que desde el cargo de asistente del juez  tendría un futuro venturoso en el pueblo y que la ciudad ahogaría su naturaleza espontánea,  propia del medio donde se había criado.

Nada dije de volver por ella algún día. Tal vez por eso, lejos de convencerla, ella se manifestó dispuesta a seguirme sin darme otra alternativa y  me puso en conocimiento que si yo partía sin ella, le pediría a su abuela que me enviaría al Marqués  un gitano de la corte oriental, en realidad un siniestro mago, cubierto con sombrero de copa de alas anchas, pañuelo rojo al cuello,  traje negro y tapadera en su ojo derecho, que había perdido en una pelea de tribus, para que me transformara  en sólo un cuerpo sin alma ni memoria condenado a vagar días y noches sin reconocer ni recordar  siquiera a mis progenitores.

Incrédulo de brujerías y magias orientales, yo había partido del pueblo dejando a Mizerina y a su abuela reina sin siquiera despedirme. Ya en la ciudad, ascenso de por medio en mi carrera judicial, había formado mi familia. Por eso ahora miraba ensimismado sin capacidad de reaccionar al hombre recién llegado, vestido de negro desde el sombrero al traje, pañuelo rojo al cuello y que,  mientras me señalaba con su dedo tembloroso, me miraba siniestramente desde su único ojo vivo: el izquierdo.
                                                      

"El castigo" es un relato de ficción escrito por Carlos Buganem, uno de los siete autores de San Martín de los Andes (Neuquén-Argentina) cuyos trabajos integran el libro "Arcoíris Patagónico"