El castigo
-He venido a
buscarlo.
En el tono del recién llegado, en el dedo que me señalaba, había algo que
me llenó de estupor y sentí que mis piernas no eran mis piernas. Entonces, con
la velocidad con que se mueve la mente, rebusqué en mi memoria para encontrar
el motivo de estar involucrado en la
posible acusación que me haría el personaje, que se me antojó una especie de justiciero
siniestro.
Pero, por qué.
En la rueda vertiginosa con que pasaron mis recuerdos, mi memoria se detuvo
en la noche de verano, cinco años atrás, cuando partí del pequeño pueblito
de provincia, adonde había recalado,
merced a la ayuda de un pariente influyente, para ocupar, en carácter de
aprendiz, el puesto de asistente del juez de paz. El personaje que se
presentaba de pronto cuando casualmente... ¿Casualmente?... me encontraba
solo en la casa donde residía con mi
mujer y mi pequeño hijo, tenía algo de extraño e irreal. Algo en él me
resultaba muy inquietante; no era congruente con el aspecto y la actitud de las personas comunes y
corrientes.
Recordé perfectamente, en realidad me di cuenta que nunca había dejado de
estar presente en el plano de mi subconsciencia, que en aquel pueblito yo había
iniciado relación con una joven poco menor que yo, huérfana de padres y criada
por su abuela. Tan excéntrica la anciana como bella era su nieta.
-Yo soy una reina del lejano oriente. Y mi nieta es una princesa del mismo
origen.
Decía la mujer y acaso para amedrentarme, me había espetado un par de
veces:
-Quien pretenda desposar a mi princesa deberá ser un noble de
alcurnia y comportarse como tal.
A mí la abuela me parecía mucho más una bruja improvisada que una reina de
oriente, de hecho siempre me burlé de ella a sus espaldas y haciendo como que
le seguía el juego, con tal de ganarme los favores de Mizarina, la nieta. Yo
la llamaba Miza, cuando estábamos solos,
porque la vez que lo intenté ante la anciana reina, casi me expulsó de su casa.
La joven había convencido a su abuela que éramos buenos amigos y que nuestra
amistad era al solo efecto de que le
enseñase las tareas atinentes al puesto en el juzgado; así cuando yo me fuese
trasladado a la ciudad Mizarina podría acceder al cargo que yo dejaría. Y claro
está que un puesto así, en aquel pueblito que sólo ofrecía a las jóvenes
oportunidades como sirvientas, era muy codiciado.
El hecho fue
que la amistad entre la princesita y yo,
matizada por mis enseñanzas, fueron al principio tibias, con el pasar de las
semanas cálidas y con el transcurrir de los meses fogosas. Conforme fue girando
la antigua rueda del tiempo ocurrió lo que inevitablemente el destino había
dispuesto, entre dos jóvenes que nos gustábamos.
Vivíamos felices nuestro idilio pero, a
esta altura, reparé en que me había
complicado la vida. Primero porque en la
ciudad de la cual provenía, yo estaba comprometido con una joven de excelente
familia y de ningún modo podía aparecer de regreso con otra jovencita
conseguida en un pueblito ignoto de
provincia para decirle que por mi cuenta había quebrado el compromiso. De hacerlo el padre de mi prometida, una especie de
padrino siciliano, sencillamente me mataría. Y segundo porque a Mizerina se le
había puesto en su hermosa cabecita que yo era el amor de su vida, y que ella se iría conmigo a la ciudad.
Bastante preocupado, traté de convencerla de que su
destino estaba junto a su abuela reina, que desde el cargo de asistente del
juez tendría un futuro venturoso en el
pueblo y que la ciudad ahogaría su naturaleza espontánea, propia del medio donde se había criado.
Nada dije de volver por ella algún día. Tal vez por
eso, lejos de convencerla, ella se manifestó dispuesta a seguirme sin darme
otra alternativa y me puso en
conocimiento que si yo partía sin ella, le pediría a su abuela que me enviaría
al Marqués un gitano de la corte
oriental, en realidad un siniestro mago, cubierto con sombrero de copa de alas
anchas, pañuelo rojo al cuello, traje
negro y tapadera en su ojo derecho, que había perdido en una pelea de tribus, para
que me transformara en sólo un cuerpo
sin alma ni memoria condenado a vagar días y noches sin reconocer ni recordar siquiera a mis progenitores.
Incrédulo de brujerías y magias orientales, yo había
partido del pueblo dejando a Mizerina y a su abuela reina sin siquiera
despedirme. Ya en la ciudad, ascenso de por medio en mi carrera judicial, había
formado mi familia. Por eso ahora miraba ensimismado sin capacidad de reaccionar
al hombre recién llegado, vestido de negro desde el sombrero al traje, pañuelo
rojo al cuello y que, mientras me
señalaba con su dedo tembloroso, me miraba siniestramente desde su único ojo
vivo: el izquierdo.
"El castigo" es un relato de ficción escrito por Carlos Buganem, uno de los siete autores de San Martín de los Andes (Neuquén-Argentina) cuyos trabajos integran el libro "Arcoíris Patagónico"
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