martes, 24 de diciembre de 2019

Una Navidad escolar, muy antigua.


Cuando vi llegar a la escuelita de Quechuquina, gente que había descendido de la lancha y cruzado el lago Lacar, proveniente de San Martín, entre quienes esperaba a mi cuñada María Luisa, a su hijito de apenas un año Emir José y a mi hermana del corazón Cesarea; no pensé que la otra persona de elegante traje sastre y anteojos oscuros era nada más ni nada menos que la inspectora general de enseñanza provincial, es decir mi superior jerárquica. ¡Sorpresa!
Así que enfrenté el momento, con la entereza de quien entiende que no está haciendo nada reprochable. Claro que ese era mi criterio pero desconocía si lo compartiría mi superiora. 
Desde dos semanas antes, con apoyo de los padres y vecinos, habíamos accionado para contar ese día con lo necesario a fin de ofrecer a los niños aquella fiestita navideña que en la escuela rural adquiría para ellos mayor relevancia que en las urbanas.
Lo que no esperábamos docente y alumnos era que ese último día hábil, viernes por añadidura, llegase a visitar la escuela la Inspectora.
Seguramente la señorita inspectora general, esperaría encontrarnos en clase convencional resolviendo cálculos matemáticos, leyendo temas de historia o quizás confeccionando un mapa de la provincia. Es decir que para ella, lo que ocurría ese día en la escuelita habrá sido también una sorpresa porque en lugar de cálculos, mapas o lecturas del manual Kapeluzs o del Estrada,  se dio inicio a la actividad con el Himno Nacional que sonó desde el pequeño tocadiscos a pilas, obsequio de mi hermano José. Después siguió el canto de villancicos y alguna comedia que habíamos ensayado con mis alumnos para deleite de papis y mamis.

En un rincón del aula un pino, que no fue difícil conseguir en Quechuquina, adornado con figuritas de papel glasé y cadenitas de papel crepe formando guirnaldas  confeccionados  por los chicos, completaban la ambientación navideña. 
Como cierre del festejo se sirvió el refrigerio que, ese día, en lugar del habitual mate cocido y pan con mermelada, consistió en jugo de naranjas y pan dulce, mas algunas golosinas conseguidas en donación.

Rememorando: cuando la señorita Zeinab Alé, quien era una reconocida y prestigiosa docente neuquina y en esos momentos funcionaria,  a  la que yo sólo conocía por su firma en las circulares,  se presentó anteponiendo a su nombre la mención del  cargo que ejercía, supe que estaba jugado... Acaso peligraba  mi futuro en esa escuelita; entendí que en esa jornada, casi en vísperas de la navidad, podía ser quizás objeto de un informe negativo, acaso una sanción o reprimenda que pesara como una severa falta en mi foja de servicios.

A pesar de la sorpresa disfruté junto a los padres y a mis alumnos de aquel evento tan sencillo como significativo; era nuestra escuela y nuestro cierre de clases. 

Al despedirse la inspectora, habiendo dejado en el libro respectivo un informe elogioso, me volvió el alma al cuerpo, como se dice. 

Y bueno, después tuve una feliz navidad y un reparador receso escolar que imprimió un nuevo impulso a mi entusiasmo de joven maestro de escuela rural. 

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