No recuerdo en qué momento
reparé en la belleza del paisaje otoñal en mi pueblo cordillerano. Seguro que
no fue en mi adolescencia. Es probable que haya sido cuando Jorge Villalba, ya
posesionado del teatro San José, inventó entre tantas cosas que traía en las
alforjas, la semana del color, un concurso de fotografías de paisajes otoñales.
Ahora, que está amaneciendo un
nuevo otoño y comienzan a aparecer los amarillos, los naranjas y ocres, me
preparo de nuevo para dejarme sorprender por esos paisajes fantásticos.
Miles de imágenes mediante
celulares y cámaras de todo tipo reflejarán para aprisionar en sus memorias y
hacerlas recorrer el mundo, los poéticos
paisajes con caminos alfombrados de hojas, los cerros pincelados de esos tonos
increíbles donde primero aparecieron los
amarillos de los álamos plantados por los pioneros y entre ellos una que otra
mancha de rosado intenso de guindos o cerezos. Mientras que en los cerros el follaje de los ñires, lengas y raulíes del bosque nativo
van mutando al ocre, luego al rojizo y finalmente al marrón.
Recuerdo cuando regresaba de
Hua Hum, los viernes de vuelta a casa, en la lancha de pasajeros después de la
semana laboral, cómo en otoño llamaba mi atención la mancha rojiza de los
cerezos plantados en Quilahuinto por Don Antonio Lizaso, un antiguo poblador.
Allí se repetía la combinación de álamos para el reparo y frutales para el
consumo y la venta.-
Y para Don Antonio, a su
memoria , como a la de tantos pioneros cierro esta página , emulando a nuestra
amiga Maricarmen con este haiku:
Lloran
las ramas
Sus
doradas lágrimas
Es
el otoño
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