Cuando el tren llegó al final de su recorrido, Bernardo tomó un taxi
hasta el hotel donde acostumbraba dejar su camioneta, allí dormiría esa noche
antes de emprender la última etapa de su viaje. Una ducha reparadora, una cena
reconfortante y disfrutar de una cama en el mejor hotel de la ciudad
provinciana, esta vez, acaso por el cansancio o porque tenía tan presente a Aurora, no llamó a ninguna de las mujeres
que conocía allí.
A la mañana siguiente se dispuso a salir, cuatro horas le llevaría recorrer los
trescientos kilómetros por un camino de ripio, de modo que hizo revisar los
neumáticos y llenar el tanque de combustible.
Llegaría a la estancia pasado el mediodía. El camino era bastante
monótono, igual que el paisaje por la meseta patagónica, recién entrando a la
precordillera, unos cien kilómetros antes de llegar a “Piedra Amarilla” el
paisaje se hacía más interesante, el camino se tornaba algo más sinuoso y
comenzaba a verse a lo lejos el perfil de la cordillera donde se destacaban las
cumbres nevadas.
Con alivio traspuso la curva que llamaban del Chacay y vio aparecer las
casas de la estancia, en el valle apacible que era parte de su lugar en el
mundo, con el río cuyas aguas brillaban reflejando los rayos solares y en su
recorrido dividían en dos la pampa que, protegida por los cerros que la circundaban
con la piedra amarilla a manera de centinela, su abuelo había elegido para
levantar el casco de la estancia.
Se deleitó de antemano pensando en la comida con que lo esperaría su
casera, Doña Marta. Ella sabía las comidas que le gustaban, cómo debían
plancharse sus camisas, cómo ordenarle la ropa en el armario; en fin era la
mujer de la casa y Bernardo la consideraba como de la familia porque servía allí
desde jovencita, cuando aún vivían sus padres. Ahora pasados los sesenta contaba
con la ayuda de una muchacha que le ayudaba en las tareas domésticas. Doña
Marta era la administradora de la casa y como tal tenía a sus órdenes un peoncito para proveer
la leña para cocina, calefacción y agua caliente y además debía mantener el
parque y los jardines que rodeaban la casa.
Como lo hacía siempre, Bernardo había telefoneado desde la ciudad punta
de rieles, para hablar con el capataz, inquirir novedades ocurridas en su
ausencia y por si algo había que llevar o tramitar; a la vez
hizo saber a qué hora iniciaría el viaje de modo que pudieran esperarlo y por
si acaso algo ocurriera en el camino.
Así es que Doña Marta, sabiendo que su patroncito estaría llegando
después del mediodía, mandó encender la caldera para que hubiera agua caliente,
ya que lo primero que él haría sería darse un buen baño. Y le preparó un
apetitoso asado al horno con papas y dos clases de ensalada con papas y lechugas de la huerta.
La polvareda en el camino que bajaba hacia el valle les anunció que el
patrón ya estaba en sus dominios y en minutos estaría en casa. Marta le gritó
al peoncito que abriera la tranquera del casco y de ese modo lo alertaba para
que estuviera atento para ayudar con el equipaje.
La mujer de la casa solía preguntarse cuándo su patrón llegaría
acompañado de una esposa, porque ella entendía que sería bueno que ya no
estuviera viviendo solo. ¿Sería esta vez?
Llegó Bernardo, saludó al capataz que salió a su encuentro y ya en la
casa, abrazó a Doña Marta como si fuera su madre, ella dijo:
-cansado, seguro. ¿Qué tal el viaje?
-Largo y cansador, como siempre. ¡Qué bueno llegar a casa, Marta! Siento
un rico olorcito a carne asada. Voy a darme rapidito un baño y después haré
honor al asadito.
………………Continuará…………………………....................................