martes, 23 de enero de 2018

CUENTO BREVE


La Chinita  


Era una jovencita de rasgos aindiados  común de ver formando parte de la servidumbre en las casas de familias favorecidas por la fortuna, en las estancias argentinas.

Desde que tenía memoria  la Chinita había vivido en el casco de la estancia, una antigua casona  que ocupaba desde tiempos inmemoriales la familia propietaria. Junto a ellos en un pabellón destinado a las sirvientas, dormían tres o cuatro mujeres que hacían las tareas domésticas. Nunca se preguntó si había nacido allí. Su madre, ya muerta, nunca le habló de sus antecedentes. Ella tampoco le preguntó. Le hablaba poco en realidad y lo que le hablaba era sobre las tareas doméstica en la casona: La chinita sólo sabía de trabajar de la mañana a la noche. Además de las tareas de todos los días un cronograma estricto regía su actividad. Los  martes coser y planchar la ropa que había lavado el lunes; los miércoles amasar para después hornear pan y freír tortas; los jueves repasar muebles y limpiar vidrios; los viernes trapear los pisos de mosaico de la cocina y lustrar el de la enorme sala y del dormitorio del patrón que eran de madera; los sábados desyuyar la huerta y otros cuidados de  las plantas del jardín.
Los domingos, de mañana sólo debía llevarle el desayuno al patrón  en el dormitorio y preparar el almuerzo que le servía al mediodía. Por la tarde, después de lavar los utensilios  quedarse en su cuarto, inactiva. Ese era su descanso.

Una vida rutinaria y monótona  pero, como no conocía otra, no renegaba de la suya.

Ahora, ya  huérfana, dependía del patrón, un sexagenario viudo a quien ella, heredando el rol de su madre, debía cuidarlo, acompañarlo, atenderlo en todo. Para eso estaba en el mundo.

La chinita  nunca salía de la casona más allá del jardín y la huerta que la rodeaban; ni hablaba casi con  nadie; casi, porque dos años atrás recién muerta su madre, uno de los peones que por excepción  se acercaba para  traer leña trozada y dejarla en la galería posterior, le dirigió la palabra,  motivo por el cual el patrón le arregló las cuentas y lo despachó ese mismo día de la estancia. 

La Chinita seguramente ni se dio cuenta que aquel gauchito de ojos brillantes tenía algún interés en ella. Coincidentemente, en aquel tiepo el patrón comenzó a requerirle un nuevo servicio íntimo  que la chica, en su inocencia,  no sabía de qué se trataba…tan insensible a todo eran su alma y su cuerpo, sólo habituados al trabajo y a una vida ascética y estoica en que la habían educado los que la rodeaban, desde su madre, hasta el patrón y alguna otra sirvienta temporaria. Nunca nadie se había condolido de la pobre Chinita.

Cuando ese día encontró al hombre patrón –amo-padre-marido, frío en el lecho, no sintió nada…Ni pena, ni alegría, ni curiosidad, ni siquiera sorpresa. Dejó la taza de mate cocido y el pedazo de pan tostado en la mesa de luz y comenzó a trapear los pisos de la cocina…Era viernes. 

( Escrito por C. O. Buganem)





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