La Chinita
Era una jovencita de rasgos aindiados común de ver formando parte de la servidumbre en las casas de familias favorecidas por la fortuna, en las estancias argentinas.
Desde que tenía memoria
la Chinita había vivido en el casco de la estancia, una antigua casona que ocupaba desde tiempos inmemoriales la
familia propietaria. Junto a ellos en un pabellón destinado a las sirvientas, dormían tres o cuatro mujeres que hacían las tareas domésticas.
Nunca se preguntó si había nacido allí. Su madre, ya muerta, nunca le habló de
sus antecedentes. Ella tampoco le preguntó. Le hablaba poco en realidad y lo
que le hablaba era sobre las tareas doméstica en la casona: La chinita sólo
sabía de trabajar de la mañana a la noche. Además de las tareas de todos los
días un cronograma estricto regía su actividad. Los martes coser y planchar la ropa que había lavado
el lunes; los miércoles amasar para después hornear pan y freír tortas; los
jueves repasar muebles y limpiar vidrios; los viernes trapear los pisos de
mosaico de la cocina y lustrar el de la enorme sala y del dormitorio del
patrón que eran de madera; los sábados desyuyar la huerta y otros cuidados de las plantas del jardín.
Los domingos, de mañana sólo debía llevarle el desayuno al patrón en el dormitorio y preparar el almuerzo que le servía al mediodía. Por la tarde, después de lavar los utensilios quedarse en su cuarto, inactiva. Ese era su descanso.
Los domingos, de mañana sólo debía llevarle el desayuno al patrón en el dormitorio y preparar el almuerzo que le servía al mediodía. Por la tarde, después de lavar los utensilios quedarse en su cuarto, inactiva. Ese era su descanso.
Una vida rutinaria y monótona pero, como no conocía otra, no renegaba de la
suya.
Ahora, ya huérfana, dependía del patrón, un sexagenario viudo a quien ella, heredando el rol de su madre, debía cuidarlo, acompañarlo, atenderlo en todo. Para eso estaba en el mundo.
La chinita nunca
salía de la casona más allá del jardín y la huerta que la rodeaban; ni hablaba casi
con nadie; casi, porque dos años atrás
recién muerta su madre, uno de los peones que por excepción se acercaba para traer leña trozada y dejarla en la galería
posterior, le dirigió la palabra, motivo
por el cual el patrón le arregló las cuentas y lo despachó ese mismo día de la
estancia.
Cuando ese día encontró al hombre patrón –amo-padre-marido,
frío en el lecho, no sintió nada…Ni pena, ni alegría, ni curiosidad, ni siquiera sorpresa. Dejó la taza de mate cocido y el pedazo de pan tostado en la mesa de
luz y comenzó a trapear los pisos de la cocina…Era viernes.
( Escrito por C. O. Buganem)
No hay comentarios:
Publicar un comentario